«UNA VIOLENCIA QUE NO SE VE» (Blázquez Alonso, Macarena y Moreno Manso, Juan Manuel)
La conducta violenta en la pareja supone el uso de la fuerza para resolver conflictos interpersonales en un contexto de desequilibrio de poder permanente o momentáneo (Corsi y Dohmen, 1995). Nos encontramos ante un tipo de violencia “invisible” (Asensi,2008; Bonino, 1998) que puede entenderse como cualquier conducta, física o verbal, activa o pasiva, que atenta contra la integridad emocional de la víctima, en un proceso continuo y sistemático (Loring, 1994) a fin de producir en ella intimidación, desvalorización, sentimientos de culpa o sufrimiento (López, 2001; McAllister, 2000; Villavicencio y Sebastián, 1999).
Algunos autores, afirman que en las relaciones interpersonales la conducta violenta es usada para causar daño a otra persona como sinónimo de abuso de poder. Sin embargo, en la violencia emocional no hay registro del daño por parte de la persona abusada, porque en la mayoría de los casos el abuso se fundamenta en el amor (Ravazzola, 1997). Matthews (1984), con una muestra de 351 universitarios, 123 hombres y 228 mujeres, reveló que 79 personas, el 22.8% de la muestra, narraron al menos un incidente de violencia en el noviazgo.
Las personas de ambos sexos admitieron su responsabilidad conjunta en el comportamiento violento, y ambos sexos, tanto en su papel de receptores o de emisores de agresiones interpretaron la violencia como una manifestación de «amor».
En el contexto de la violencia de género, datos del Instituto de la Mujer (2002), señalan que el maltrato psicológico es la forma de maltrato más común entre la mujeres que se auto clasifican como maltratadas, seguido del maltrato sexual, estructural, físico y económico. A su vez, nos encontramos con que la violencia psicológica puede ser inherente a la violencia física, anteceder a la misma, o bien se puede dar al margen de estas agresiones. En cualquiera de estos casos, el abuso emocional es más difícil de identificar y evaluar que el resto (McAllister, 2000; Walker, 1979), por lo que se sugiere que su severidad sea estimada en función tanto de la frecuencia con la que se da como del impacto subjetivo que supone para la víctima (Walker, 1979).
No obstante, se han desarrollado varios instrumentos para medirla y existen diversos estudios que demuestran que sus consecuencias son al menos tan perniciosas como las del maltrato físico (O’Leary, 1999). Algunos ejemplos de este tipo de maltrato son: las humillaciones, descalificaciones o ridiculizaciones, tanto en público como en privado, aislamiento social y económico, amenazas de maltrato a ella o a sus seres queridos, destrucción o daño a propiedades valoradas por la víctima (objetos o animales), amenazas repetidas de divorcio o abandono, etc. También lo son la negación de la violencia y la atribución de responsabilidad absoluta a la víctima en los episodios de maltrato, así como todos aquellos comportamientos y actitudes en los que se produce cualquier forma de agresión psicológica.
Taverniers (2001) recogió un amplio listado de conductas indicadoras de maltrato psicológico y las categorizó en función del grado de evidencia de las mismas llevado a la práctica. Algunos estudios han considerado como categorías distintas al maltrato emocional las siguientes: el maltrato económico o financiero, que alude al control absoluto de los recursos económicos de la víctima; el maltrato estructural, que se refiere a diferencias y relaciones de poder que generan y legitiman la desigualdad; el maltrato espiritual, que alude a la destrucción de las creencias culturales o religiosas de la víctima o a obligarla a que acepte un sistema de creencias determinado (Instituto de la Mujer, 2000); y el maltrato social, que se refiere al aislamiento de la víctima, privación de sus relación sociales y humillación en éstas (Instituto de la Mujer, 2002). Sin embargo, se prefiere considerar estos tipos de maltrato, como subcategorías del maltrato psicológico, ya que apuntan al control de la pareja a través de la creación de un fuerte sentimiento de desvalorización e indefensión.
Actualmente, Asensi (2008) reafirma la pertenencia del maltrato económico o financiero al maltrato emocional como una forma de monopolizar a la víctima, y engloba los indicadores señalados por Taverniers (2001) en los siguientes apartados:
1. Abuso verbal:
– Rebajar.
– Insultar.
– Ridiculizar.
– Humillar.
– Utilizar juegos mentales e ironías para confundir.
– Poner en tela de juicio la cordura de la víctima.
2. Abuso económico:
– Control abusivo de finanzas, recompensas o castigos monetarios.
– Impedirle trabajar aunque sea necesario para el sostén de la familia.
– Haciéndole pedir dinero.
– Solicitando justificación de los gastos.
– Dándole un presupuesto límite.
– Haciendo la compra para que ella no controle el presupuesto, etc.
3. Aislamiento:
– Control abusivo de la vida del otro, mediante vigilancia de sus actos y movimientos.
– Escucha de sus conversaciones.
– Impedimento de cultivar amistades.
– Restringir las relaciones con familiares, etc.
4. Intimidación:
– Asustar con miradas, gestos o gritos.
– Arrojar objetos o destrozar la propiedad.
– Mostrar armas.
– Cambios bruscos y desconcertantes de ánimo.
– El agresor se irrita con facilidad por cosas nimias, manteniendo a la víctima en un estado de alerta constante.
5. Amenazas con:
– Herir.
– Matar.
– Suicidarse.
– Llevarse a los niños.
– Hacer daño a los animales domésticos.
– Irse.
– Echar al otro de casa.
6. Desprecio y abuso emocional:
– Tratar al otro como inferior.
– Tomar las decisiones importantes sin consultarle.
– Utilización de los hijos.
– Se la denigra intelectualmente, como madre, como mujer y como persona.
7. Negación, minimización y culpabilización.
En cualquiera de sus modalidades, lo que caracteriza fundamentalmente al abuso emocional es su carácter sistemático y continuo (Loring, 1994), de manera que, aún cuando no existe violencia física, provoca consecuencias muy graves desde el punto de vista de la salud mental de las víctimas. Como en el caso del trastorno de estrés postraumático, que puede ser diagnosticado en personas que han sufrido “exclusivamente” maltrato psicológico crónico (Echeburúa y Corral, 1996). En un estudio con 50 mujeres víctimas de maltrato físico o psicológico severo, el 38% cumplía criterios para el diagnóstico de depresión mayor, con tasas de depresión significativamente más altas para aquellas mujeres que vivieron maltrato psicológico, que para las que padecieron maltrato físico (O’Leary, 1999).
En 1999, el Instituto Andaluz de Criminología de la Universidad de Sevilla, realizó un estudio epidemiológico sobre la violencia en la pareja, tomando como base para realizar una encuesta: la Canadian Violence Against Women Survey (Johnson, 1996), la Revised Conflict Tactic Scale (CTS2) (Strauss, Hamby, Boney-McCoy y Sugarman, 1996) y la National Family Violence Survey 2 (NFVS2) (Strauss y Gelles, 1990).
La investigación se realizó con una muestra de 2015 mujeres, de las que 284 (14%) se identificaron a sí mismas como víctimas de abuso. La aplicación del CTS2 reveló que la forma de abuso de mayor incidencia era el maltrato psicológico (en un 57,73% de las mujeres, siendo el severo en el 15,21 de las mismas). A continuación se situaba el maltrato físico, en un 8,05% de las víctimas.
No obstante, a pesar de la evidencia de estos datos que señalan al abuso emocional como la cara más corrosiva del maltrato en la pareja, y que la utilización de estrategias de abuso psicológico es susceptible de producirse, en alguna medida, en cualquier relación de interacción continuada entre dos o más personas, nos encontramos ante una realidad sesgada que sigue concediendo primacía al estudio del maltrato físico en la pareja en detrimento del maltrato psicológico. De esta forma, las opciones de interpretación del origen del mismo resultan bastante limitadas quedando reducidas al terreno del paradigma sociocultural, vigente en la actualidad y altamente explicativo en el fenómeno de la violencia de género. Dicho modelo constituye una critica a la cultura patriarcal en que vivimos y sostiene que la violencia conyugal es una consecuencia de la adquisición de la identidad de género, en la que los varones son socializados para dominar y agredir a los débiles y a las mujeres (Baca, 1998; Callirgos, 1996). Argumento que, como es obvio, no resulta aplicable al terreno de las emociones (Blázquez, Moreno y García-Baamonde, 2008) ya que, a la hora de experienciar la realidad, tanto el hombre como la mujer tienen la misma capacidad de atentar contra el otro en la pareja.
La evidencia clínica muestra que una vez iniciado el conflicto, y a medida que va en aumento, el sexo del agresor no resulta un factor determinante a la hora de acometer malos tratos psicológicos muy agudos y dañinos (Steinmetz, 1980,
1981).
Por último, nos gustaría destacar en esta dirección la necesidad de poner en marcha estudios que favorezcan el conocimiento de aspectos tales a la prevalencia de indicadores y/o manifestaciones de violencia psicológica en las relaciones de pareja, los factores de riesgo que favorecen la aparición y el mantenimiento del maltrato emocional, así como de poner en marcha iniciativas dirigidas a prevenir las formas de violencia psicológica que desencadenan el maltrato físico futuro en la relaciones de pareja. Para ello, es importante empezar a identificar la amplia gama de síntomas psicológicos y comportamentales consecuentes a la violencia en la pareja que se encuentran asociados a las distintas dimensiones que forman parte de la Inteligencia emocional (Blázquez y Moreno, 2008).
Por este motivo, consideramos de vital importancia la integración en el ámbito educativo, dentro del contexto de la Educación Secundaria, actuaciones dirigidas a prevenir la conflictividad en las relaciones de pareja a través de la implementación de programas basados en el entrenamiento de competencias comprendidas en la Inteligencia Emocional (Blázquez y Moreno, 2008) que permitan introducir cambios de actitud y comportamientos del alumnado en relación a la pareja. Sólo así, se facilitará la protección de conductas de riesgo y la potenciación de hábitos saludables en lo relativo a la convivencia en pareja, la planificación de medidas preventivas al respecto y se proporcionará la metodología pertinente con vistas a reducir las dificultades e impedimentos que ocasiona el abuso emocional en la pareja.